La
madre reza por su hijo, lo escucha, lo atiende, lo abraza; deja que su cabeza
atormentada descanse sobre su regazo. Le dice que todo irá bien, que su
angustia pasará y, del mismo modo que se ha manifestado en él, desaparecerá. La
madre lo alivia con su afecto, su positividad, su fe, pero no logra que la
situación cambie. El desasosiego y la pena que sufre su hijo son una
circunstancia oscura y temible por la que ha de pasar. La madre siempre lo
acompañará. Siempre. Pero será él, y solo él, quien deberá salvarse.
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