Unos «pies enlatados» huelen a berberechos rancios, a conserva en mal
estado. Las palabras embutidas desprenden tufos y aromas. Algunas, al pronunciarse,
hieden y otras resultan apetecibles. Depende de cómo se combinen. Yo, al
morderlas con las fauces de mi imaginación, puedo determinar algo de su sabor. Me
sacio degustándolas a través de mi mente. Sin embargo, los que acostumbran a
bramar y a gruñir con el lenguaje, aseguran que ser malhablado aporta un plus gustativo
a lo que decimos; más, incluso, que una voz correcta y un tono adecuado. Insultar
a alguien con vehemencia y apasionamiento lleva a que las palabras se llenen de
sustancia y no se conviertan en trozos insípidos de porexpán. Si pronunciamos
con gravedad y trascendencia cualquier vocablo, por irrelevante que pensemos
que este sea, nuestro paladar y nuestra lengua son capaces de saborear la magia
de la sinestesia.
jueves, 29 de octubre de 2020
EL SABOR RANCIO DE LAS PALABRAS
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