jueves, 29 de octubre de 2020

EL SABOR RANCIO DE LAS PALABRAS

Unos «pies enlatados» huelen a berberechos rancios, a conserva en mal estado. Las palabras embutidas desprenden tufos y aromas. Algunas, al pronunciarse, hieden y otras resultan apetecibles. Depende de cómo se combinen. Yo, al morderlas con las fauces de mi imaginación, puedo determinar algo de su sabor. Me sacio degustándolas a través de mi mente. Sin embargo, los que acostumbran a bramar y a gruñir con el lenguaje, aseguran que ser malhablado aporta un plus gustativo a lo que decimos; más, incluso, que una voz correcta y un tono adecuado. Insultar a alguien con vehemencia y apasionamiento lleva a que las palabras se llenen de sustancia y no se conviertan en trozos insípidos de porexpán. Si pronunciamos con gravedad y trascendencia cualquier vocablo, por irrelevante que pensemos que este sea, nuestro paladar y nuestra lengua son capaces de saborear la magia de la sinestesia. 

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