Un dominó de ventosidades me acompaña cada mañana al abrir los ojos. Al despertarme, mi
cama se convierte en una metáfora, en un arca que alberga aromas podridos, y
yo, aún mecido por el sopor y la pereza, tengo la costumbre de abanicarme con
el edredón para que me lleguen esos efluvios. Esa pestilencia soy yo, me digo.
Sin embargo, esa liberación no sería posible si estuviera durmiendo con alguien
en la misma cama. He engordado, no cabe duda. Da lo mismo. Cuando estás bien
todo se vuelve romo y no adviertes las aristas en nada. Ni en los objetos ni en
los lugares que frecuentas. Hasta las personas parecen sacadas de un cuadro de
Botero. Y yo, cada mañana, doy las gracias porque puedo sentirme absurdo y
pleno a la vez, porque todo lo que me ocurre es bueno, y conecto con lo que
antes era un auténtico calvario. Respiro profundamente. Incluso esos gases mohosos y malolientes que nacen de mis entrañas. Es energía vital. Mi prana.
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