lunes, 1 de junio de 2020

EL HOMBRE QUE RONCA

Hay un ser que duerme y ronca, que se despierta por el ruido de su tremebunda respiración. ¡Joder!, exclama refiriéndose al ronquido que lo desvela. Sus ojos no consiguen cerrarse de nuevo para conciliar el sueño, pero se queda en la cama echado boca arriba, tranquilo, con las manos entrecruzadas sobre el pecho. En la oscuridad huele el aire contenido de la habitación, el resuello caliente que sale de sus tripas. Percibe los leves latidos del órgano que lo mantiene vivo y el rumor incesante de la vieja nevera que descansa en la cocina. A estas débiles resonancias se une una retahíla de ruidos que el hombre determina con un ritmo, y los transforma en estímulos que llegan a su cerebro como una manera evocadora de crear música. Entre los accidentes sonoros se suma el silbido del viento y su azote contra las persianas; el cric-cric de los grillos; el circular de varios vehículos por el asfalto adoquinado de la calle; un despertador que suena de repente a través del patio de luces; el golpe seco de una puerta que se cierra; y algunas vibraciones imperceptibles que sigue emitiendo su cuerpo. Descontextualiza y regulariza esas fracciones de ruido en el pentagrama de su mente y crea un paisaje sonoro que interpreta como una bella sinfonía. Concibe un lenguaje que va más allá de la susceptibilidad musical y sus oídos captan un mundo repleto de microtonos y subdivisiones inclasificables. Su prodigio reside en eso. El silencio de la madrugada se rompe a través de continuas estridencias que irritarían a cualquiera. Sin embargo, a este hombre que respira gruñendo, esos sonidos inarticulados lo sumergen en el éxtasis más profundo de su alma; porque halla más arte en las expresiones ruidosas de la noche que en el canto de unas voces afinadas. 


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