viernes, 7 de diciembre de 2018

EL CONTENEDOR G


Somos funerables. Todo lo es. Así lo creía el señor que sacaba tiempo de donde fuera para celebrar ceremonias fúnebres. Le apasionaban. Era tétrico y misterioso, aunque muy creativo, y prefería los entierros a la incineración. En su granja dedicaba parte de su tiempo a oficiar sepulturas. Contrataba a plañideras para los velatorios, ornamentaba las veladas con coronas de flores y, con su oratoria, ensalzaba el recuerdo de aquellas almas. Lo tenía todo muy bien organizado. Bajo tierra enterraba las frutas y las verduras que se le podrían en el frutero, además de todo tipo de alimentos caducados de la nevera y la despensa; los juguetes rotos o antiguos que ya habían hecho su función los almacenaba en pequeños nichos; también lo hacía con los electrodomésticos y los muebles, aunque los sepulcros de estos eran algo más grandes. Todos los objetos que expiraban, en realidad, los almacenaba en hornacinas que él mismo había construido en su casa de campo. En esas cavidades sagradas colocaba pequeñas ofrendas para recordarlos durante toda su vida. Algunos cadáveres, debido al hedor y a su volumetría, los tenía ubicados fuera, en el establo, en contenedores clasificados por orden alfabético. La parcela donde vivía era un lugar cercado por altos muros, hermético, sombrío, plagado de pequeñas cruces clavadas en la tierra; una especie de camposanto, un terreno sagrado destinado al descanso eterno de todo aquello que tuviera presencia. Hace unas semanas, el amante de todo lo necrológico realizó sepultura al único gallo de su corral. Su cacareo era inoportuno, molesto, pues cantaba durante la madrugada y paraba al alba; tenía los biorritmos alterados. No podía descansar, así que tuvo que sacrificarlo
    Las exequias del animal se celebraron unos días después de su muerte en el contenedor G.          Descanse en paz.

No hay comentarios:

Publicar un comentario