martes, 15 de enero de 2019

LLUVIA PODRIDA


Enseguida noto la mala calidad de la lluvia. Las nubes que la contienen llevan demasiados días en el cielo y toman un color oscuro, tenebroso. Su mal estado salta a la vista, parecen ballenatos de plomo que no soportan su peso, e intuyo que no aguantarán ni un minuto más en la bóveda celeste. Caducan cuando el aire vicia sus entrañas y dejan de ser algodonosas y ligeras. Al precipitarse las primeras gotas, uno se da cuenta de esa naturaleza defectuosa; la lluvia hiede a cenizas, a corral de gallinas, a perro sudado. Esos días sombríos me afectan. Me miro en el espejo y veo una vulgar funda en vez de un cuerpo, y observo como el mío es de constitución gruesa y lastimosa, y no me representa. Esos días de paraguas y chubasquero me quedo en casa, pensativo, evocando junto a la ventana los paisajes de mi memoria. De cuando fui trapecista en un circo que pretendía hacer su mayor espectáculo con un enorme elefante que vivía en el interior de un camión destartalado, sin una claraboya que se abriera al cielo. De cuando el domador le atizaba con el látigo y el paquidermo pisaba el suelo sin descansar su peso, sintiendo el miedo cuando los niños aplaudían. Eso lo percibo ahora. Entonces, vivir en aquel circo, era como estar entre bambalinas todo el día; como flotar en el mundo y no sentirse de ningún sitio; era pertenecer a lugar indefinido, irreal… maravilloso. Mis ojos obviaban lo importante de las cosas, solo veían lo externo, la línea que dibuja los contornos. Mi mirada era joven, sencilla, desprovista de profundidad y de la capacidad para ver más allá de lo evidente. Ahora, cuarenta kilos después, distingo mi tristeza, mi deformidad, mi decadencia; y me viene toda de golpe, arrastrándome en la soledad de esta casa cuando, sin saber muy bien por qué, respiro la calidad deficiente de la lluvia.   

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