martes, 8 de octubre de 2019

DIALÉCTICA


Hago como que interactúo con mi móvil, pero en realidad lo que hago es escuchar la conversación de la mesa de al lado. Hay dos mujeres sentadas. Yo diría que son madre e hija. Se tienen confianza. Discuten. No sospechan que las espío; es tan fácil con un móvil. Pueden pensar que estoy tecleando una conversación con otra persona a través del WhatsApp, jeje, pero en realidad lo que hago es anotar algunas de las frases que se dicen. Mantienen una conversación tensa y tienen opiniones contrarias. Me encanta hacer de escritor en estas situaciones y cazar al vuelo material para mis relatos. Algunas de las máximas que se lanzan no tienen desperdicio, son arrolladoras e inspiradoras, tienen tensión, ironía, y encierran un evidente conflicto entre ellas. Bendita sea la gente y su espontaneidad.
     La supuesta hija se está comiendo un bocata de atún. Lleva gafas de sol, le quedan fatal, parece un insecto, una mosca, pero hacen su función y velan de oscuridad su expresión furiosa. Una bufanda de lana de color crema se enrosca en su cuello como una serpiente. El aire de su voz es penetrante, salado. Sus palabras llegan a mi nariz como golpes de mar encharcado. Da mordiscos al bocata mientras mantiene un ataque dialéctico con la mujer que tiene delante, y una lluvia de migas de pan va precipitándose sobre los pliegues de su bufanda.
     Su presunta madre la mira con cara de acelga. Viste con una chaqueta azul, con cremallera, abombadita, de esas que ahora están tanto de moda. Se mantiene seria y aguanta los embistes de su dialéctica. Eso sí, las dos son consideradas y no se pisan al hablar; primero una y después la otra, respetan los turnos. Ante su supuesta hija mantiene una actitud altanera, desdeñosa; pues, como burlándose de ella, se limpia los labios con elegancia, con suaves toques que aportan refinamiento y exquisitez, sin embargo la explanada de sus abultados pechos también está llena de migas. Se frota las manos. Acaba de zamparse su bocata. No sabría decir de qué es. Abro las ventanillas de mi nariz e inspiro profundamente por si me llega algún efluvio. Calamares con mayonesa. Seguro. Pero da igual. Lo importante es la situación, la hostilidad latente que hay entre ellas.
     De repente se quedan en silencio y ni se miran. Bajan la cabeza al suelo y permanecen circunspectas, como barruntando su próxima embestida. Esa situación se alarga unos minutos; hasta que una de ellas, la madre, exclama rotunda: ¡NO!
     Su hija levanta la mirada del suelo, se revuelve de la silla y le contesta con la misma contundencia: ¡SÍ!
     Durante un momento vuelven a la quietud incómoda y tensa, al mutismo anterior. Transcurre apenas un minuto. La madre vuelve a la carga y, sin mediar palabra, refuerza su negativa oscilando su dedo índice como un péndulo en toda su cara, de izquierda a derecha, con cierta malicia. La hija, sin contemplaciones y con claros signos de gallardía, cabecea con ímpetu de arriba abajo; se quita las gafas de sol y, con el ceño fruncido en una expresión de ira, le escupe un sonoro «SÍ». La madre, que no se deja intimidar, sacude con insistencia su cabeza y le dispara una ráfaga de nos: No-no-no-no-no… A ver quién puede más. De esta manera se inicia una batalla de síes y de noes, además de los respectivos ademanes para reforzarlos. Afirmación y negación. Así todo el rato. Contraataques monosilábicos, gestos airados y aspavientos gallináceos que mueven el aire de su alrededor. Flotan corrientes silenciosas entre las patas de su mesa; remolinos de aire viciado por la tirantez de sus reacciones; una ventisca de encaramientos levanta los papelitos del suelo, y, una mezcla de polvo y arenilla, invita a largarse de la terraza donde estoy. El sol, que hace unos minutos lucía radiante, ahora se esconde tímidamente tras una nube, avergonzado, igual que yo. Dejo de escribir en el bloc de notas del móvil, ya no hay nada que anotar, se ha esfumado el ingenio y la chispa socarrona que tenían al principio. Ahora se han convertido en dos niñas petulantes, aburridas y perezosas, que han agotado su perspicacia y el ingenio de su lenguaje. Decenas de nubarrones ensucian el cielo. Una bolsa de plástico y un trozo de cartón se pegan a las patas de mi silla. Los tornados nacen de la hija y los remolinos de la madre. Llegarán a las manos. Los lívidos grises amoratados dibujan en el cielo una expresión de tormenta. 

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