viernes, 11 de octubre de 2019

AUTOFICCIÓN


Escribo diariamente sobre lo que trasciende en mí; no quiero guardarme la vida. Llevo cientos de párrafos anotados en libretas: hechos profundos, anecdóticos, absurdos; sobre el amor, sobre la mente, sobre la muerte, sobre la felicidad… Todos ellos son un buen material para construir un relato basado en mí. Elijo algunos parágrafos y los cruzo con otros, los combino. La realidad son fragmentos de nuestro comportamiento, de nuestros traumas, de nuestros deseos; son porciones de vida que añadimos paulatinamente en nosotros para formar una biografía, una existencia, un todo que va completándose. Luego me limito a hacer presión sobre un argumento y, entre líneas, sugiero el fondo que quiero transmitir. Es imposible inventar algo nuevo. Mi sistema es construir una especie de cadáver exquisito; una composición de trozos distintos de realidad que luego modelo con la imaginación para alcanzar una versión original.
     El último párrafo que he escrito en mi libreta va sobre una cita con dos chicas. Dos compañeras de trabajo. Una treintañera y una cincuentona; y yo, un cuarentón. A pesar de la diferencia de edad, nuestro comportamiento fue en la misma dirección. Bebimos bastante y variado. Para empezar cerveza, vino blanco y dos tapas riquísimas de pulpo; en otro lugar, cava y un suculento postre que consistía en la degustación de distintos chocolates; y después, para rematar, dos gin tonics por cabeza. Fue suficiente para que ellas cogieran una buena cogorza y perdieran el conocimiento. Yo seguí bebiendo chupitos de colores para llegar a su penoso estado de embriaguez. Quería ser otro, pero solo pude sonrosar mis mejillas y teñirlas de alegría.    

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