miércoles, 16 de mayo de 2018

DE OTRA PASTA


Llegué a mi pueblo con la certeza de estar muriéndome por el camino. Me arrastraba por una lengua de arena que olía a algas marinas. Hacía frío y, bajo un sol confortable, las gaviotas se replegaban en un punto muy cerca de mí, incluso, algunas, sobre mí. Sus graznidos me hicieron recordar el ruido que hacían las barcas al entrar al puerto tras un duro día de pesca. Estaba en la playa sur, en su orilla salpicada de pequeñas conchas rayadas; en la playa donde pasé mi niñez y donde más de una vez había contemplado admirado las apariciones de Benedicto XIII, mi Pedro de Luna. Apliqué el oído en la arena, tumbado sobre una cama de pequeñas dunas, esperando a que una voz susurrara mi nombre de lo más hondo de la tierra. Me mantuve ahí, inmóvil, confiado a lo divino, y, tras ser acribillado por cientos de picos, pasé a una dimensión más pura, a un estado casi transparente, de fantasma. Siempre he sabido que, como el «Papa Luna», estaba hecho de otra pasta.

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