Soy experto en proyectar
futuros. Hay tantos como personas. Ahora mismo, el que diseño en mi mente bien
podría ser el tuyo, el de un individuo sin apego e incapaz de enraizarse a nada
que no sea él mismo. Veo a unos padres que lloran en la cocina tras una fuerte
discusión contigo. La desesperación se ha instalado en ellos. No saben cómo
educarte. Sobre la cama tienes una maleta abierta que vas llenando de ropa.
Estás cansado de estas situaciones y te sientes atornillado a una rutina que no
te deja avanzar. Tu maquinaria cerebral es compleja, estás lleno de
incertidumbres, pero en ese momento convulso piensas en tu porvenir y no dudas
en largarte hacia el futuro sin calcular nada. Das un portazo y te encaminas decidido
en busca de un destino cualquiera, el que sea. El tiempo transcurre rápido.
Vives con entusiasmo los primeros años de tu autosuficiencia. Tu formación te
permite encontrar un buen trabajo. Conoces a tu mujer y formas una familia. Los
episodios de tu vida transcurren tan rápido que entras en una deplorable
realidad de excesos. No estás hecho para el compromiso ni para el afecto.
Prendes fuego a tu existencia y, tras convertir en un lastimoso espectáculo tu
vida conyugal, te quedas solo a los cincuenta años. Tu evolución te lleva a
hablar solo por la calle. Descubres que ya hay gente que también lo hace. Transitas
por las ciudades como un animal cansado. Sin embargo, te esfuerzas en sobrevivir
entre tinieblas, cartones y limosnas. Hasta que, irremediablemente, respiras el
aire podrido que despide el cadáver en el que te vas convirtiendo, y recuerdas
los sollozos y la pena de tus padres el día que decidiste, sin el más mínimo
arrepentimiento, abandonarlos para siempre.
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