miércoles, 13 de noviembre de 2019

LA ESTATUA ECUESTRE


Mi otra vida se ha convertido en un acto sencillo y profundo: observo mi plaza desde la ventana, a todas horas, como quien contempla con obstinación el avance imperceptible de las saetas de un reloj. Esta plaza, mi plaza, se transforma con la luz y las minúsculas alimañas que la sobrevuelan. El aire huele a estiércol, a esfínter humano. Sin embargo ya no hay gente, lo humano escasea. La única presencia terrenal que se mantiene en este extraño lugar es la escultura erigida en mi memoria. A través de figuras y símbolos petrificados se hace saber al mundo nuestro valor y talento. Fui un gran hombre. En el centro de la plaza y sobre un gran pedestal hay una estatua ecuestre que me representa. Sí. A mí y a mi caballo. Los dos estamos cubiertos por incontables capas de porquería y de un fino fango que proviene del légamo de las nubes. ¿Dónde está el derroche excrementicio de las devastadoras palomas de antaño? Preferiría sus heces blancas a esta costra hirsuta y nauseabunda. Me veo deformado por los grumos de suciedad y el poso fecal que deja el paso del tiempo. Las pequeñas criaturas que sobrevuelan la plaza son insectos repugnantes que mueven el aire con su aleteo, y llega hasta mi un vapor maloliente, un hedor a humanidad, la hediondez de algún tipo de vida. Tuve que morir en una absurda batalla para ser merecedor de esta solemne aleación de bronce. Y ahí estamos; mi caballo y yo. Convertidos en monumento en medio de la polvorienta explanada. Igual de dignos que insensatos. Él fue un purasangre, un corcel batallador que, ahora, tembloroso y sin identidad, busca el abrigo de mi regazo como una mascota equina que solo galopa y relincha en sueños, si los tiene. Yo fui un militar aguerrido, un oficial con habilidades temerarias, un bárbaro extremadamente sentimental que luchó por unos ideales sin amor ni alegría.  

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