martes, 10 de febrero de 2015

EL ALBERGUE



El pequeño Eduardo era muy madrugador, incluso los fines de semana. Mientras todos dormían, él se dedicaba a rondar por el cementerio. En ese lugar, más allá de lo fúnebre y lo macabro, se sentía bien, apreciaba su encanto y valoraba que todo estuviera tan bien cuidado y limpio. Le gustaba palpar los relieves de las lápidas, leer las sentidas dedicatorias, oler las flores que iban reponiendo y observar las fotografías de los allí yacentes. No advertía tumbas herméticas ni sepulcros de muerte, sino más bien un albergue de pequeños dormitorios individuales donde sus perezosos compañeros se quedaban durmiendo demasiado.

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