sábado, 23 de octubre de 2021

EL «ALLIOLI» DE MI ABUELO

El «allioli» que preparaba mi abuelo era una masa amarillenta y untuosa que podía extenderse sobre el pan, las patatas, el pescado y, también, cómo no, mezclarse con el «arrossejat». Esa emulsión oleosa era tan densa que se mantenía pegada en las paredes del mortero si se volcaba boca abajo. Mi abuelo era marinero y, como tal, sabía elaborar óptimos envenenamientos gastronómicos. Para mitigar la voracidad de los turistas procedentes de la capital preparaba un caldo de pescado tan potente y salado que la sustancia sabía a puro mar. Echaba un puñado de arroz por persona y doraba los granos en una cazuela con un buen chorro de aceite de oliva; luego lo cubría con ese líquido concentrado destinado a embeberse durante la cocción. De esa manera tan humilde conseguía que ese rancho se convirtiera en la fórmula más eficaz y sibilina para perforar los estómagos de los foráneos que venían al pueblo con ínfulas de grandeza. Los invitaba a comer a bordo de su pequeña embarcación y, tomándolos del hombro, les ofrecía vermut casero en su singular porrón de nudos azules. Conseguía que revelaran su ansia, su apetito desmesurado, para que, tras el festín, cuando los codiciosos comensales estimaban una digestión placentera, actuara la potencia del ajo y el aceite de esa salsa tan digna como excesiva, removiendo sus entrañas y golpeando ardorosamente a los más débiles de espíritu.   

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