En
la plaza del pueblo donde me hospedo hay una estatua significativa. Pertenece a
un gran hombre, a un soldado condecorado. Su historia no entraña interés para
mí, es una más de tantas andanzas bélicas y gloriosas. Solo me inquieta mi
reacción ante la figura, mi impulso incontenible, la manera en que un
automatismo impúdico y carnal se manifiesta hacia la escultura.
Solo
beso a las estatuas porque siento una atracción especial, y a la vez incómoda,
hacía ellas. Me persuade su silencio, su quietud, la creencia de que la humedad
de mis labios podrá estremecer su materia aleada. Así, movido por esta perturbadora
pasión, cuando me encuentro besando uno de estos cuerpos de metal en la parte
correspondiente a su boca, salta en mí una alarma inquietante que me lleva a
cuestionar lo que hago:
"¿Qué
narices estoy haciendo? ¿Cómo siempre llego a esto? Tenía prevista una vida de
ensueño para mí. ¿Habré tocado fondo?".
Trato
de quitar hierro a la situación, a la conducta impropia de un adulto de
cuarenta y seis tacos; pero, al final, lejos de encontrar una razón coherente
que explique mi arrebato, solo consigo juzgarme como un ser reprimido,
desequilibrante, asocial y penoso, de una moralidad tan enquistada como
indefinida. Por lo que llego a la conclusión de que las nadas de las estatuas
se adaptan perfectamente a mí peculiar condición humana.
No hay comentarios:
Publicar un comentario