Escribir
pensando que nadie va a leerte es una buena fórmula para decir la verdad. Uno
cree que de esa manera, sin ataduras ni convencionalismos, escribirá lo que
realmente desea escribir. Me
encuentro en un lugar lejano y recóndito, lejos de las multitudes urbanas, una
especie de monasterio para guiris solitarios. He salido de mi zona de confort
en busca de la inmortalidad. Para ello solo dispongo de una semana. Confieso
que los milagros del arte suceden, pero los creadores no sabemos muy bien cómo;
yo me conformo con una inmortalidad pequeña, terrenal, desconocida, que no
trascienda en exceso en la espiritualidad del alma. Busco una inmortalidad
leve, que pueda hallarse en un pequeño pueblo de interior, más sencilla que las
de costumbre y, si es posible, no se parezca a las que diseña el cine o nuestra
imaginación. Me conformo con una eternidad de andar por casa, que me sirva a mí
y que su trayectoria vital sea perenne e inacabable, por supuesto, capaz de
descolgar a mi mente, para tenderla al sol junto a la ropa húmeda que ondea en
los balcones de estos territorios sin patria.
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