domingo, 5 de enero de 2020

LA COSA DEL PANTANO


Y llegó al final del camino. Allí no había nada. Solo una gran charca, una superficie densa semejante a la granulosa piel de los sapos. Flotaban pequeñas masas de porquería y grumos oscuros de suciedad que permitían descansar a las alimañas que sobrevolaban la zona. Aquella costra mórbida tenía unos límites indefinidos y se abría ante el chiquillo como una pista mantecosa y brillante, parecida al légamo de una ciénaga o el fango acumulado de las arenas movedizas. El jovencito de apenas siete años, y pocos kilos de peso, deseaba introducirse en esa pegajosa confitura para libar su néctar y deleitarse de su untuosidad; desplazarse como un gusano y revolcarse sobre las apelmazadas excrecencias del aspecto de un chocolate a la taza.
Todo iría mejor si las madres no nos quitaran el ojo de encima. 

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