martes, 24 de septiembre de 2019

333 OJOS


El chico que sirve a los clientes del hotel observa con cierta tensión la torre de platos y tazas que sostiene con su mano ortopédica.
   Los camareros se han convertido en meros transportistas de platos, vasos, cubiertos y otros utensilios que se disponen sobre una mesa y cumplen con su función culinaria. En este tipo de establecimientos, ya sean bares, restaurantes, hoteles, o similares, se sirve al comensal sin ser preciso poseer una formación específica ni conocimientos sobre gastronomía. Esto es una circunstancia que, al parecer, no tiene demasiada importancia porque nadie detecta esa carencia profesional por ser una tarea relativamente sencilla.
     Hace dos años, cuando el subdirector y jefe de personal del hotel entrevistó a este chico para formar parte de la plantilla de camareros, percibió su disposición y las ganas de trabajar en la empresa. Lo sorprendente fue que, durante los veinte minutos que duró la conversación, no detectó su minusvalía, y el chico, algo inquieto por causar buena impresión, no la ocultó, la mostró sin rubor ni complejos, con la naturalidad de quien se acepta con esa evidente particularidad. El subdirector se limitó a formular sencillas preguntas para comprobar que no era un psicópata y que poseía el sentido común que se requiere para trabajar cara al público. «Amabilidad y empatía. Eso es todo lo que se necesita», le dijo. Desde entonces trabaja felizmente dando el servicio de desayunos en este hotel de cuatro estrellas.
     Cada mañana, los clientes que se hospedan en el hotel y bajan al comedor para desayunar tampoco detectan nada extraño en el chico. Es cierto que su prótesis es una buena imitación, pero es sencilla, una de las más básicas. No es una articulación cibernética ni está recubierta de piel humana para que se parezca a las de carne y hueso. Es de resina, rígida, de una sola posición, inarticulable como la de un Playmobil, y, con solo echarle un vistazo, salta a la vista que por ella no corre la sangre, y su color antinatural, mucho más pálida que la otra mano.
     A estas alturas, al chico le molesta que nadie se haya dado cuenta de que es manco. No entiende cómo es posible que incluso sus compañeros de trabajo, con los que pasa cuatro horas todas las mañanas, no se hayan percatado de esa palpable anomalía. La gente no presta atención a los detalles, están de vacaciones, de acuerdo, pero ellos… Parece que tengan los sentidos atrofiados.
     Ajustar su prótesis en el bulto de carne cicatrizada es lo primero que hace al levantarse; luego se dirige al hotel para servir lo mejor posible a las personas. No le faltan ganas ni ilusión en lo que hace. No obstante, la angustia que siente día tras día por este hecho incomprensible y falto de sensibilidad desemboca, justo hoy, en un espasmo nervioso, en un temblor que sacude violentamente su brazo derecho. Y, sin poder evitarlo, se le escurre la torre de platos y tazas que tiene encajada en la rígida concavidad de su pulgar y los demás dedos.
     Mientras la loza se precipita contra el suelo, el chico vislumbra su porvenir. Y es durante ese breve espacio de tiempo cuando intuye su declive, su decadencia, incluso la penosa soledad que le espera. El ruido de la cerámica que explosiona contra el mosaico del comedor alerta a los comensales, a sus compañeros y al metre de sala. Por un momento se convierte en el centro de atención; todos se sobresaltan ante el estallido de platos y se giran hacia él como si un foco de luz lo iluminara. Su cuerpo se encoge como si quisiera desaparecer, se siente avergonzado, pero al final levanta la cabeza del suelo y se percata en la mirada compasiva y benevolente de los clientes; en el rostro piadoso e indulgente de sus colegas de trabajo que, sin pensarlo, le ayudan enseguida a recoger los innumerables trozos esparcidos por la zona que pertenece a su rango. Todos quitan trascendencia al accidente, incluso el metre, que le da unas palmaditas en la espalda para que no se preocupe. «Nos puede pasar a todos», le dice con ojos de dulce gatito y una dudosa absolución que le atraviesa como un sable. En un momento todo queda impoluto y limpio, como si nada hubiera ocurrido, sin embargo el chico sigue inmóvil en su sitio, compungido, con una pena que nada tiene que ver con su torpeza.
     Abstraído en sus pensamientos no aparta la mirada de la ortopedia ajada que permanece todavía en el suelo, junto a la máquina de los zumos, como si se tratara del asa rota de una taza, totalmente inapreciable a los trescientos treinta y tres ojos que se encuentran en la sala.

1 comentario: