sábado, 22 de agosto de 2015

MUÑECO DE BARRO

   
     Desde la terraza de la cafetería veo como una señora limpia el culo de un niño –su hijo, supongo– con un clínex. El chiquillo, a la vista de todos, evacua sobre la zona ajardinada de la plaza un mazacote marrón del tamaño de un pan de pueblo, una masa repulsiva mayor a la esperada por un chiquillo de su edad. La madre, al acabar, le sube los calzoncillos y el pantalón y, con naturalidad, se alejan de la zona.
    A pocos metros, como la mierda llama a la mierda, un perro callejero también se arquea para defecar en el pavimento acolchado destinado al recreo infantil, justo donde hace un momento se columpiaba el mocoso. Cuando sale el camarero, pido un café y cambio la dirección de mi mirada; la centro hacia las nubes. Ese apacible panorama me lleva a reflexionar sobre lo que acabo de ver: la anarquía de acciones fisiológicas que los seres vivos podemos manifestar al encontrarnos ante situaciones extremas. Me tomo el café y me fumo un cigarro tranquilamente, abstraído en la filosofía barata que mis pensamientos generan. En poco, mientras observo como las gaviotas surcan el cielo y planean hasta posarse sobre la arena mojada de la playa, siento la imperiosa necesidad de lo inminente. Pago para que me coja en casa, y me marcho con un cohete entre las piernas, mirando al suelo y tratando de esquivar el campo de suertes minadas que el enemigo ha ido dejando. 

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