viernes, 6 de diciembre de 2019

LA URBE MALDITA


El bohemio errante que conduce un autobús-casa consigue aparcar en la ciudad más bulliciosa e inquieta del mundo. Hace una parada obligatoria porque necesita llenar de víveres el vehículo en el que viaja. Ya lo tiene todo: comida y bebida, algunos medicamentos, productos de aseo y limpieza, varias bombillas, herramientas para hacer algunas reparaciones, algunas revistas y un par de libros. En el punto donde se encuentra estacionado, si contemplamos la situación desde lo alto de un rascacielos, se aprecian miles de vehículos y personas que se mueven como hormigas de un sitio a otro. En esta jungla de asfalto, edificios y polución, el conductor espera el momento para asomar el morro del vehículo y salir de la asfixiante inmovilización en la que se encuentra atrapado desde hace varios días. Pero es imposible salir de ahí. Cuando ve la oportunidad de desencajarse de esa prisión en línea e intenta iniciar la maniobra que lo incorporaría a la vía, pasa una retahíla infinita de brutales pirañas con carrocería que no le dejan acceder al torrente que encarrilaría sus viajes. El hombre, decidido a aliviar su desesperación, abre una botella de vino y, antes de caer en la embriaguez, hace una sentida plegaria: «Dios mío, no me condenes a la oscuridad de esta urbe ni a la vorágine de esta forma de vida, ayúdame a encontrar  un hueco entre estas perversas máquinas sin piedad. No soy digno de este caos. ¿Podrías parar el tiempo un instante? ».    

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