lunes, 29 de febrero de 2016

UN DÍA DE SUERTE

     
    Una de las mayores alegrías es cuando, sin esperarlo, te encuentras dinero en el bolsillo de alguna prenda olvidada. «Eso sí que da la felicidad», diría mi padre; o que broten billetes de las ramas de los árboles...
     En casa no he dicho nada, pero el otro día experimenté una sensación similar, pues me encontré ochenta euros al bajar del coche. Fue en la calle donde suelo aparcar, junto al estanque, en la parte baja del bordillo. Me agaché disimulando y, como quien se ata los cordones de los zapatos, recogí unos papelillos azules bien plegaditos. Eran cuatro billetes de veinte euros; más de lo que podía ganar trabajando en un día.
     Un remordimiento hizo que me sintiera ladrón, sucio; pues alguien había perdido la pasta y yo iba a aprovecharme de su desdicha. En eso era como mi madre: un tontaina idealista que se sentía mal con todo aquello que no fuera merecido. Mi padre, en cambio, no se lo habría pensado dos veces.
     En fin, que la suerte me había sonreído; tan solo debía aceptarla. Al fin y al cabo, era lo suyo. Pero a mí no me resultó tan fácil. Al final hice lo que me dictó la conciencia: recogí únicamente dos de los billetes; dejé los otros dos en el suelo y, sin perder de vista los cuarenta euros dispuestos en medio de la acera, fui a tomarme una caña en un bar próximo; pendiente de la persona que cayera en ese estupendo señuelo. Pues, en tiempos de crisis, contemplar la felicidad del prójimo no tenía precio.

No hay comentarios:

Publicar un comentario