miércoles, 9 de septiembre de 2015

RESIGNACIÓN

     
     Cuando me postraron en el interior de aquel ataúd acolchado y me envolvieron en una preciosa mortaja de seda, supe que mi existencia llegaba a su fin. Para ellos –mis familiares y los del servicio funerario– ya estaba muerto. Sin embargo, yo no me sentía cadáver. Por increíble que fuera, notaba los latidos (casi imperceptibles) de mi corazón y una reveladora conciencia que me erizaba la planta de los pies. Cerraron la tapa, colocaron el féretro sobre una camilla y me trasladaron por el pavimento adoquinado del cementerio hasta el nicho donde se me daría sepultura.
   En el pueblo se tenía la costumbre de contratar a jóvenes peones de la construcción para que demostraran su destreza levantando una pequeña pared de ladrillos que tapiara, en pocos minutos, el estrecho reducto donde permanecería enterrado el fallecido. Me imaginaba esa situación claustrofóbica y un estremecimiento hacía temblar mi aletargado cuerpo, impulsándolo a querer levantarse, a sorprenderles con mi vida. Pero al oír sus lloros, la aflicción de los presentes y las sentidas oraciones del párroco, no me pareció buena idea deshacer nada. Así que me resigné a morir, escuchando el bonito epitafio que mi esposa había elegido.

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