viernes, 23 de octubre de 2020

EL PINTOR DE QUIMERAS

La alegría con la que entra en mi casa uno de los perros que he pintado se convierte en un hecho extraordinario. El animal pertenece al elenco de criaturas fantásticas de mi imaginario, por lo que existe una proximidad afectuosa y cordial. Lo percibo. La bestia se muestra tranquila y confiada. Olfatea mis piernas, el suelo, los muebles, aquello que va encontrando a su paso, y, en ese rastreo impulsivo, llega a mi estudio, al espacio donde almaceno mis cuadros. Se aproxima a ellos. Están apilados contra una de las paredes. Se muestra inquieto y los huele repetidas veces. Entonces, cuando deja de moverse, levanta su pata derecha y expulsa un líquido brillante que le mana de su entrepierna como en una fuente. Moja los cuadros y, ese contacto úrico, origina un vaho, una bruma espesa que tiene la fragancia del algodón de azúcar. Mi cara lo tolera como una atmósfera embriagadora, pero, poco a poco, se va condensando un vapor opaco y sombrío que dificulta mi visión. Presagio que lo representado en estos soportes alcance una dimensión tangible, real, una transformación, un cambio, una metamorfosis; y que otra de mis incontables criaturas cobre vida.   

No hay comentarios:

Publicar un comentario