La alegría con la que entra en mi casa uno de los perros que he pintado
se convierte en un hecho extraordinario. El animal pertenece al elenco de
criaturas fantásticas de mi imaginario, por lo que existe una proximidad afectuosa
y cordial. Lo percibo. La bestia se muestra tranquila y confiada. Olfatea mis
piernas, el suelo, los muebles, aquello que va encontrando a su paso, y, en ese
rastreo impulsivo, llega a mi estudio, al espacio donde almaceno mis cuadros.
Se aproxima a ellos. Están apilados contra una de las paredes. Se muestra
inquieto y los huele repetidas veces. Entonces, cuando deja de moverse, levanta
su pata derecha y expulsa un líquido brillante que le mana de su entrepierna como
en una fuente. Moja los cuadros y, ese contacto úrico, origina un vaho, una
bruma espesa que tiene la fragancia del algodón de azúcar. Mi cara lo tolera como
una atmósfera embriagadora, pero, poco a poco, se va condensando un vapor opaco
y sombrío que dificulta mi visión. Presagio que lo representado en estos soportes
alcance una dimensión tangible, real, una transformación, un cambio, una
metamorfosis; y que otra de mis incontables criaturas cobre vida.
viernes, 23 de octubre de 2020
EL PINTOR DE QUIMERAS
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario