jueves, 18 de octubre de 2018

EL GRAN DON


Nací ausente, y ese estado de profundo ensimismamiento se prolongó hasta la edad de cinco años. «Ya se arreglará», pensaron mis padres. Y me arreglé. Ahora puedo decir que soy una persona casi normal. Poseo dentro de mí una especie de antena sensorial capaz de oír las frecuencias que emiten los seres vivos. Detecto las ondulaciones del pensamiento y puedo interpretar con certeza todo lo que ronda por sus cerebros.
     Esta circunstancia no ha impedido que haga una vida normal; más bien es una ventaja que tengo sobre los demás. Para mí no hay misterios en el razonamiento humano; detecto los pensamientos de las personas que están a mí alrededor.
   Alguna vez que he perdido este don –así me gusta llamarlo– lo he recuperado metiendo un bastoncillo en los oídos, hasta el tímpano, moviéndolo con fuerza e insistencia. De esta manera vuelvo a restaurar esta habilidad que poseo.
     Puedo apreciar lo que piensa una mosca. Me encanta meterme en los diminutos cerebros de estas acróbatas del aire y percibir cómo son capaces de procesar rapidísimamente miles de estímulos que no sabría clasificar. Mis preferidas son las moscas de la fruta; estas son sorprendentemente sofisticadas, y, aunque solo he conseguido percibir una variedad de oscuridades, en ellas he experimentado una actividad frenética, un silencio efervescente que palpita y las convierte en pura energía. Su mente proyecta chispazos de placer, algo parecido a la adrenalina que nos hace felices. En estos fascinantes insectos, nunca he descifrado un raciocinio interpretable, pero si un prodigio neuronal que me pellizca las sienes y me masajea el interior de la mente. Como os comento, mis favoritas son las moscas que van a la fruta madura o fermentada; también a las verduras u otros productos podridos que no están en la nevera. Deberíamos valorarlas más y avergonzarnos cada vez que matamos a una.       

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