miércoles, 29 de julio de 2015

PERDER LA CABEZA

Mi creencia fue que Luis estaba poseído. Un día, bajando juntos por el ascensor, me comentó que oía voces que le perturbaban, que en su casa merodeaban presencias y, en más de una ocasión, había sentido la necesidad de autoagredirse. Me hice el loco y le dije, desestimando aquella sentida confesión, que todos podíamos tener un mal día. Él se dio cuenta enseguida de mi indiferencia, por lo que bajó la mirada avergonzado y, algo retraído, permaneció callado hasta que se abrieron las puertas y nos despedimos. Vivíamos los dos en el ático; él en el A y yo en el B. Nunca nos habíamos molestado. Vivía solo, era un buen vecino, educado y silencioso. Hasta el otro día, que su casa empezó a retumbar a causa de ruidosos impactos. La curiosidad me llevó a apoyar la oreja en el tabique común de nuestras viviendas para deducir qué demonios estaba pasando al otro lado. Se oían golpes secos y rotundos tras una breve correndilla. Daba la impresión de que arremetía contra la pared. Así me lo imaginaba, embistiéndola como un toro bravo una y otra vez, totalmente ido. Podía parecer una locura, pero así fue. Tras un buen rato de encontronazos, el más enérgico y desmedido acabó abriendo un enorme boquete que invadió mi espacio, mi apartamento. Su ensangrentada testa quedó empotrada en la pared de mi comedor; colgada como un trofeo de caza. Me miró derrotado, echando espuma por la boca.  Estaba exánime, a punto de desmayarse; y yo, como la última vez que coincidimos, volví a hacerme el loco y le dije que no se preocupara, que todos podíamos tener un mal día.

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